Ana y el caballo verde


Érase una vez una hermosa niña de nombre Ana, cuya casita se encontraba en lo más profundo del bosque junto a un río de aguas tan cristalinas como sus ojos. A la salida del Sol, Ana pasaba las horas a la orilla del río peinando sus largos y dorados cabellos. Cuando caía la tarde y asomaban las primeras estrellas, se acotejaba junto a la chimenea hasta quedar suspendida en un profundo sueño.

Cierto día junto al río, apareció de repente un caballito verde, tan pequeño como la palma de una mano y tan reluciente como la yerba de la mañana envuelta en el rocío.

– ¡QuĂ© caballito tan hermoso! – exclamĂł Ana mientras lo acunaba en su regazo.

– Te darĂ© mi amistad – dijo el caballito sin pensarlo dos veces – Vamos a jugar.

Y comenzaron a corretear por todo el bosque hasta la caĂ­da de la noche. Al dĂ­a siguiente, se volvieron a encontrar junto al rĂ­o. Pero Ana encontrĂł al animalito verde suspirando con la cabeza baja.

– ¿Por quĂ© estás tan triste, caballito? – preguntĂł la niña acariciando su verde crin.

– Amiga mĂ­a, a pesar de ser tan pequeño, soy un animal muy veloz. Pero, ¿De quĂ© me sirve tal virtud si no puedo ayudar a mis amigos?

– ¿CĂłmo puedo ayudarte? HarĂ© lo que me pidas – exclamĂł Ana.

– Hazme una cabalgadura con tus manos hábiles. AsĂ­ podrĂ© llevar a tiempo a conejo a sus clases de violĂ­n, rescatarĂ© al bebĂ© sinsonte cuando se aleje de su madre, y hasta podrĂ© ayudar al ciempiĂ©s cuando pierda sus zapatos.

Antes de que terminase de hablar, Ana casi había terminado de prepararle un cascarón de nuez rematado con hebras de su pelo dorado. Una vez atado en su lomo pequeño, el caballito le devolvió una sonrisa maravillosa y echó a correr hasta perderse en el bosque. A la tarde siguiente, Ana faltó al encuentro de su amigo. Y el animalito la buscó por toda la vereda del río hasta oír un sollozo que provenía de lo lejos.

Al acercarse, descubrió a la pobre muchacha tendida en el suelo con el rostro cubierto en lágrimas.

– Ana ¿Por quĂ© lloras niña bella? – preguntĂł el caballito acurrucándose en sus brazos.

– He perdido mis hebillas, sĂłlo me queda una y no puedo recogerme el pelo. Y de nada sirve que lo peine y lo cuide si en las noches se me quema con el fuego de la chimenea.

– Te ayudarĂ© – asegurĂł el caballito – Escucha con atenciĂłn lo que debes hacer: hoy en la tarde siembra tu Ăşltima hebilla en el suelo cerca del rĂ­o y a la mañana siguiente encontrarás una sorpresa.

Así lo hizo la pequeña muchacha y se marchó a dormir. Con el despuntar del Sol, regresó hacia el lugar donde había enterrado la hebilla, y allí encontró para su sorpresa un arbusto frondoso que relucía a los pies del río. De sus ramas brotaban como frutos muchas hebillas relucientes de varios colores. Entonces Ana cubrió su pelo con las hebillas y al verse tan hermosa en el reflejo del agua no pudo contener su emoción y salió en busca del caballito para darle gracias. Como no lo encontró por los alrededores, decidió ir más allá del bosque conocido, y tanto caminó hasta que se extravió, y cuando sus pies comenzaban a abandonar sus fuerzas encontró un castillo majestuoso de puertas alargadas hasta el cielo.

Al adentrarse en su interior, descubriĂł un espantoso gigante que dormitaba tendido en el centro de una espaciosa sala. Mas cuando Ana se disponĂ­a a marcharse alcanzĂł a oĂ­r la voz de su querido amigo, el caballito verde, que chillaba desde lo profundo de la barriga del gigante pidiendo socorro.

– ¿CĂłmo has llegado a la barriga de este gigante, caballito? – susurrĂł Ana lo más bajo posible.

– ¡Ay amiga! Una comadreja me devorĂł cuando me disponĂ­a a ir a tu encuentro. Luego la zorra, se tragĂł a la comadreja. Más tarde, el señor leĂłn se embuchĂł a la zorra, y al rato, apareciĂł este gigante y se almorzĂł al leĂłn de un solo bocado. Y aquĂ­ estoy atrapado sin saber cĂłmo salir.

– Descuida. Yo te ayudarĂ©.

Y así lo hizo la valiente niña. Luego de registrar el palacio en busca de algo que pudiera servirle de ayuda, solo pudo encontrar un jabón y unas ciruelas mágicas que le permitían encogerse de tamaño. Entonces se encaramó con cuidado en la boca del gigante y se tragó las ciruelas. Y cuando estaba lo suficientemente pequeña, se adentró en su garganta, y luego la del león, pasando por la de la zorra hasta encontrarse finalmente en el estómago de la comadreja con su amigo el caballito verde que se emocionó mucho al verla y exclamó:

– QuĂ© bueno que has venido en mi auxilio. Nunca olvidarĂ© una amiga como tĂş.

En ese momento, restregĂł el jabĂłn en sus manitas tantas veces hasta hacer muchas pompas de jabĂłn. Y sĂłlo cuando logrĂł hacer una lo suficientemente grande en la que entraran ella y el caballito, comenzaron a ascender por el pescuezo de la comadreja hasta la superficie. Pero los amigos se apiadaron de los animales atrapados en las fauces del gigante, asĂ­ que agarraron a la comadreja por la cola, y Ă©sta sostuvo al zorro, que aferrĂł sus patas a la melena del leĂłn. AsĂ­ flotaron fuera del castillo hasta encontrarse completamente a salvo.

Al llegar a su casa, Ana se despidió cordialmente del caballito, y prometieron volver a verse a la mañana siguiente junto al río. Sin embargo, la pequeña no volvió a aparecer en los días venideros. Preocupado el caballito, recorrió los caminos de principio a fin, y jamás la encontró. Cansado de gritar su nombre a los cuatro vientos, y cuando había cabalgado algún tiempo ya, encontró la casita de la niña en lo profundo del bosque, y dentro, en una cama, el cuerpecito rendido de la niña. Había llorado tanto, que sus ojos ya no tenían brillo, y apenas podía sostener la mirada.

– Querida ¿QuĂ© te ha pasado?

– Tengo una terrible enfermedad, amigo mĂ­o – pronunciĂł la niña con sus labios grises y mustios – Hay un viejo gnomo del otro lado del rĂ­o que tiene la cura para mi dolor. Pero yo apenas puedo sostener mis párpados ¿CĂłmo podrĂ© llegar hasta Ă©l entonces?

– Yo te llevarĂ© sobre mi lomo – exclamĂł el caballito

– Eres muy chico, amigo mĂ­o. Jamás podrĂ­as.

Y no más terminĂł de hablar, Ana quedĂł atrapada en un sueño moribundo. El caballito, afligido por su amiga, se recostĂł junto a su pecho. En verdad era un animal pequeño, y por más que lo quisiera, no podrĂ­a llevar a la pequeña junto al gnomo para curarla. Entonces, se apiadĂł tanto que comenzĂł a beberse las lágrimas de la niña. Y he aquĂ­ que al cabo de unos minutos, sintiĂł un estruendo en todo su cuerpo, y notĂł de repente que ya no cabĂ­a en la cama junto a la niña. Y más tarde, tratĂł de enderezarse pero el techo de la casita le chocaba con la cabeza. ¡El caballito habĂ­a crecido increĂ­blemente! AsĂ­ que, sin perder tiempo, subiĂł a la moribunda Ana sobre su lomo y se desprendiĂł a cruzar el rĂ­o en busca del viejo gnomo. Afortunadamente, no fue demasiado tarde. Ana logrĂł recuperarse con el tiempo gracias a su fiel compañero, y desde entonces, jamás se abandonaron.

CĂ©sar Manuel Cuervo

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